El Arraigo, por Alain de Benoist.
TEXTO DE INTERESE, ESCRITO POLO INTELECTUAL GALO ALAIN DE BENOIST NO ANO 1971, publicado no noso blogue dado a súa actualidade.
La mayoría de los seres vivos se hallan en un estado de dependencia ecológica; es decir, que hay una íntima relación entre sus logros, sus posibilidades de desarrollo y la presencia (o ausencia) de un entorno específico al que se encuentran adaptados. Fuera de ese medio natural, al que deben sus modalidades de inserción en la cadena evolutiva, y en el que generan sus potencialidades hallan modo de actualizarse, las especies degeneran o perecen. Esta dependencia puede ser, por supuesto, más o menos acentuada. En la esfera del comportamiento se traduce, no obstante, de forma bastante general por un instinto (en el animal) o una disposición instintiva, pulsional (en el hombre), que algunos etólogos, siguiendo a Robert Ardrey, denominan «imperativo territorial» (territorial imperativo).
La existencia de este «imperativo» es hoy bien conocida. Se sabe, por ejemplo, que no son posibles las relaciones ordenadas entre los miembros de un grupo sin una clara definición del territorio de cada uno (véase Edwad T. Hall, La dimensión cachée, Seuil, 1971). Se sabe también que la indiferenciación de los hábitat deteriora las relaciones sociales y provoca el aumento de la delincuencia y de los actos de violencia sin objetivo material concreto,(véase Gerald B. Suttles, The Sociat Ord*r, of the Slum, Chicago, 1966). Robert Ardrey llega incluso a decir que «las investigaciones actualmente en curso no dejan la menor duda en cuanto, a la realidad de la existencia de un lazo fisiológico entre el comportamiento territorial y el instinto sexual» (La loi naturelle, Stock, 1971, págs. 216).
El imperativo territorial es esencialmente defensivo, y en eso se distingue (sin por ello serles extraño) de las tendencias agresivas y expansionistas. A él se debe que una intrusión sea siempre rechazada con mayores probabilidades de éxito que las que se tienen en cualquier otro tipo de conflicto. «El hombre posee un instinto territorial, y si defendemos nuestro hogar y nuestra patria es por razones biológicas; no porque decidamos hacerlo, sino porque debemos hacerlo.» (Robert Ardrey, op. cit.). De ahí el vigor y el sabor de las guerras de liberación y los levantamientos coloniales, que son los legítimos por excelencia. Su fuerza se debe a que tienen raíces profundas, a que movilizan los resortes de la desesperación.
La actualidad ofrece mil ejemplos de puesta en acción del imperativo territoriai: guerra de Biafra, secesion de Pakistán, separación de los dos Congos, conflicto del Cercano Oriente... En todo el mundo, las etnias plantean reivindicaciones y bullen inquietas las regiones. La tendencia al policentrismo cuartea las Internacionales. Durante la última guerra, el Ejército Rojo sólo se hizo verdaderamente ofensivo a partir del día en que Stalin, renunciando a apelar a su «conciencia de clase», pidió a sus tropas que defendiesen la patria rusa. Al proclamar ayer su derecho a disponer de sí mismos, los pueblos colonizados expresaban ante todo el deseo de ser dueños en su propia casa. En Vietnam, el himno del FNL se titulaba: La llamada del país natal. Mañana, cuando suene la hora del conflicto chino-soviético, los escritores del partido hallarán inspiración en el azul horizonte de los confines siberianos.
Despertar de las regiones y eterno renacer de los nacionalismos. Sean o no fundadas tales aspiraciones, algo permanece: quienesquiera que sean y vivan donde vivan, los hombres sienten apego por una tierra que consideran suya y están dispuestos a luchar por su independencia e integridad. Si la humanidad no formase más que una gran familia indistinta, ¿qué les importaría vivir aquí o allá? Los mismos que hoy pretenden que no existan fronteras, sino sólo unos «seres humanos» tan impalpables como las entidades escolásticas, han llamado a la lucha contra el ocupante y apoyado a los nacionalismos más inquietos. Esa edad lírica de la vida de los Estados que fue la época de las «liberaciones nacionales», época que está a punto de terminar (para renacer en seguida, bajo formas más sutiles), ¿les habrá conmovido más de lo que se atreven a confesar?
Como animal social, el hombre tiene una disposición instintiva a identificarse con quienes se le parecen. Ella le hace en una primera etapa supervalorar el grupo al que pertenece, y en otra segunda intentar racionalizar los fundamentos psicosociales de esa asociación preferente. Pero el hombre no se contenta con identificarse con respecto a su grupo. Necesita también hacerlo dentro de ese grupo; es decir, puesto que es a la vez semejante y único, determinar su sitio y su personalidad. El doble sentido del verbo identificarse viene a resumir esa doble disposición, sólo en apariencia contradictoria: «Parecerse a» y «distinguirse de». Es preciso, pues, que el individuo sea miembro de un grupo (y consciente de su pertenencia), pero también que esté claramente situado dentro de ese grupo (y consciente de su personalidad). De la misma manera, el grupo ha de integrarse en un conjunto mayor, que puede ser la especie, pero también debe estar claramente situado con relación a él. Diversidad en la semejanza, diferencia en la repetición (véase la distinción entre repetición parada, o repetición estribillo, y repetición en movimiento o repetición diferencia (Clément Rosset, Logique du pire, PUF, 1971, página 65).
Un doble peligro acecha a quien trata de liberarse de ese equilibrio: excesivamente semejante, no podrá imponerse; demasiado diferente, se verá excluido. Muy adaptado (masificado) y muy inadaptado (desarraigado) son extremos que se tocan. Precisamente porque se siente excesivamente heterogéneo con respecto a su medio, heterogeneidad que le desconcierta y que su sistema neurosíquico ya no controla, el individuo desarraigado aspira a una homogeneidad, juguete del instituto de la muerte.
Ya no cabe dudar de la existencia de un nexo entre el paisaje y la personalidad. Es un hecho, extraño sin duda y difícil de abarcar, que los hombres están atados carnalmente a la tierra que los ha visto nacer y con la que se fundirán cuando, eslabones que han desaparecido pero no faltan, sólo sobrevivan por las cosas grandes que hayan hecho, y de las que sus descendientes hayan conservado y más tarde transmitido el recuerdo. Ha podido afirmarse que el psiquismo de la estepa segrega de un modo natural la idea de Absoluto, y que el psiquismo del desierto no incita a la organización social. Según el padre Lammens, la Arabia Saudí está «abocada a la disgregación política desde el momento en que la retirada de una mano de hierro la abandone a su temperamento». No otra cosa decía Ibn Jaldum en sus Prolegómenos: «La historia del califato pertenece a otros climas.» La autoridad debe venir de fuera cuando no nace del -fondo del corazón, pero entonces mata la verdadera libertad. El equilibrio de lo mental, el sentido de la medida y los matices, florecen mejor en los paisajes eminentemente variados de los climas templados.
Cada romano lleva a Roma consigo. Movidos por el espíritu de aventura, los hombres de Europa no han cesado de emprender viajes, de explorar el mundo, de lanzarse al descubrimiento de tierras desconocidas, pero siempre con la preocupación de instalarse, de fundar algo que les perteneciese y que pudiesen llamar suyo. Sólo aspiraban a lo nuevo para recrear en ello lo familiar: «cierto calor de hogar, que designa tanto el entorno próximo como el yo íntimo, y que, más allá de la inutilidad de cualquier discurso a su propósito, se define precisamente por su carácter inefable» (Clément Rosset, op. cit., págs. 61 y 62).
«El lugar desempeña un papel en la identificación: piénsese en el sudista borracho que llora su whisky con acentos de Dixie, en el perro que vuelve a la casa de la que le ha echado su amo, en el salmón del Pacífico que regresa, tras pasar años en el mar, al arroyo donde nació, e incluso en Leonardo tomando el nombre de su ciudad natal: Vinci.» (Robert Ardrey, op. cit., pág. 199.). Cuando llega a adulto, el adolescente vuelve a sentirse solidario de la generación de hombres hechos a la que ayer se oponía, cuando de lo que se trataba para él era de personalizarse; se solidariza después de haberse insolidarizado. Igualmente, por lejos que haya ido, el hombre experimenta un día la necesidad de volver a casa. El perro, el salmón, y el hombre vuelven. El pueblo judío, al que en la época de los ghettos se suponía de natural vagabundo, ha dado al mundo una admirable lección de energía al volver a la tierra que tenía por suya (título del editorial del International Herald Tribune de 6 de abril de 1971: Israel's Territorial Imperatives), y al resucitar una lengua, el hebreo, en la que se reconocía. El 14 de mayo de 1948, día de Pessah, David Ben Gurion proclamaba la Ley del retorno y declaraba abolida la diáspora. Esta ley tiene un valor ejemplar. Los hombres, como los acontecimientos, vuelven eternamente a sí mismos. De ese modo se realizan.
Hay, en La ley natural, una bella página en la que Robert conjuga la critica antiigualitaria con la de la sociedad de consumo. «Lúgubre será la mañana -dice- en la que al despertarnos ya no estén ahí los leopardos, en la que ya no gorjeen las bandadas de gorriones en los plátanos, no vuelva el gato solitario de sus aventuras nocturnas y los pardillos no emitan su grito de desafío hacia los matorrales que hay más allá del césped; cuando ya no haya alondras en el cielo ni conejos en el monte, cuando los halcones dejen de describir sus giros y las rocas de resonar con el grito de las gaviotas, cuando la diversidad de las especies no iluminen ya el amanecer y se haya borrado la diversidad de los,-hombres. ¡Si tal es la mañana que nos aguarda, quiera Dios que muera durante el sueño! Y, sin embargo, tal es la mañana que, a sabiendas o no preparamos, vosotros y yo, capitalistas, socialistas, blancos, amarillos y negros. Es la mañana que reclaman profesores y policías, que los filósofos llevan dos siglos exaltando, la mañana de la uniformidad, del reflejo condicionado, del mejor de los mundos, del orden absoluto, de la realidad igualitaria, de lo gris, de la reacción uniforme a unos mismos estímulos, la mañana en que sonará la campana que hará tomar al rebaño el camino del pasto. Es también la mañana por cuyo advenimiento rogamos en nuestras organizaciones sindicales, nuestras granjas colectivas, nuestros concilios eclesiásticos, nuestros sistemas de gobierno, nuestras relaciones entre Estados, nuestras nobles peticiones de un gobierno mundial. Es la mañana a que aspiramos cuando rezamos para que llegue el día en que seamos los mismos siempre. Es la mañana contra cuya venida, lo sepan o no, alzan los jóvenes su protesta. Y es una mañana que esperemos no llegue nunca.»
Cuando el hombre queda desconectado de sus orígenes, cuando vive a un ritmo que ya no es el suyo, inmerso en estructuras que no le van, persiguiendo objetivos carentes para él de sentido, cuando ya no logra reconocer su herencia entre la niebla tenaz que forman el aturdimiento y las obsesiones, cuando se convierte en un extraño en su propio mundo, es cuando está, en el verdadero sentido, alienado.
La mayor parte de las enfermedades mentales, si no todas, se reducen a alteraciones de la personalidad y es sin duda una enfermedad mental lo que provoca el desarraigo. Inestabilidad permanente (política, económica, social) de las regiones y de los pueblos alienados, a quienes han robado su alma, y que vacilan a todas horas entre su propio ritmo, del que sólo les llega un eco sordo, y el que les han impuesto. Comunidades cuyo ego no es ya lo -bastante fuerte para volver a quedar encima en la lucha y cuya constitución, aunque robusta, se hunde ante unas agresiones que ya no sirven para fortalecería. Poblaciones parapáticas, que oscilan sin tregua entre la insuficiencia del yo y su excesiva afirmación, compensadora de la personalidad; entre la amnesia y la provocación, la autohumiIlación y el desafio.
En sus Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis, Freud observaba que entre los colonizados abundan los impulsos «masoquistas». Más tarde, otros muchos autores han descrito los estragos de la colonización en el equilibrio mental de los pueblos conquistados (véase Albert Memmi, Robert Jaulin). ¿Cómo no ha de sentirse el hombre alienado, desarraigado, inclinado a rechazar una existencia con la que ya no puede identifícarse? En ciertos pueblos llamados «primitivos», la aculturación ha provocado un debilitamiento de la energía que equivale a un deseo de morir. Es entonces cuando entran en acción los inmunodepresores del psiquismo, cuando interviene la ilusión dualista con el consuelo de los «trasmundos», cuando surgen las visiones deseantes que tienden a la homogeneidad definitiva. ¿Qué es la muerte sino el instante en que, al no actualizarse ya los potenciales biológicos, el organismo cae en la materia que, siempre presente de manera potencial, era hasta ayer tenida a raya por la actividad energética del sistema viviente? «A lo que aspira el candidato al suicidio -dice Sthéphane Lupasco- es precisamente a la paz, a la desaparición de una existencia presa de las vicisitudes; es decir, de unas heterogeneidades que han llegado a serle insoportables, a las que ya no puede adaptarse por múltiples razones, que, a fin de cuentas, se reducen a la imposibilidad de aceptar la agresión, el conflicto, lo contradictorio. A lo que aspira, de una u otra forma, es a la homogeneidad. Si quiere morir, es porque no puede seguir viviendo. Desea la homogeneidad, en la que todo, él y el mundo, se borrará, porque es ya presa de esa homogeneidad» (Du réve, de la matémathique et de la mort, Christian Bourgois, 1971, pág. 181). También los pueblos, como los individuos, pueden llegar a ser «candidatos al suicidio».
En nuestros días falta un marco para la afirmación del individuo. La patria es el territorio de un pueblo y la tierra de los padres. El pueblo no es un concepto abstracto, ni la patria una escuela filosófica. Se trata de realidades concretas. Pero en Francia, para las minorías étnicas, la patria no puede identificarse por entero con una nación que a lo largo de la historia les ha robado tantas veces su alma. Esta evidencia es la que, desde fines del siglo pasado, encarna el regionalismo. «La palabra región -dice Eric Le Naour- marcha hoy en vanguardia de las ideas renovadoras de Europa.» (L’Avenir de La Bretagne, marzo de 1971.) Esto se debe a que la región es en concreto algo que la nación no essiempre: el marco en que se afirman las culturas minoritarias. Regionalismo y etnismo son los nombres modernos del eterno renacer de las patrias carnales.
Soy muy partidario del regionalismo, e incluso del autonomismo (que no hay que confundir con el independentismo), pero les asigno unos límites. Ante todo, la región no es un fin en sí. Lo es sólo en la medida en que permite un verdadero arraigo; aunque este arraigo puede adoptar Múltiples formas, que en último extremo se reducen a cierta autenticidad. Una región que toma conciencia de sí misma tiende a volver a encontrar, por definición, su personalidad; es decir, sus rasgos distintivos y sus afinidades. A este respecto, cualquier política, cualquier vía de acceso puede ser buena. Excepto, por supuesto, la que contradice por su propia naturaleza tales intenciones.
Y, sin embargo, como nuestra época no repara en contradicciones, a veces asistirnos a ese curioso espectáculo. Movimientos que dicen buscarse a sí mismos se entregan a corrientes ideológicas que les son extrañas. Los mismos rupos que proclaman el derecho a la diferencia y hacen de su región un caso particular, se alienan con segundas intenciones o sin ellas, a ideologías igualitarias, niveladoras, cuyos principios se oponen radicalmente a las ideas de diferencia y autenticidad. Hay en esto algo tan chocante como inadmisible. Regionalismo y marxismo, más que concordar, se dan de patadas. No es posible arraigar en el desarraigo. Se me dirá: las ideologías ponen en marcha un proceso que pronto no podrán ya dominar y que se volverá contra ellas. Y también: más valen marxismo y región que marxismo a secas. La verdad es lo contrario: vale más el jacobinismo más obtuso que un marxismo regionalizante. Y no es difícil comprenderlo. Cuanto más contra natura es un sistema, menos probabilidades tiene de durar, y viceversa. Das Kapital sigue siendo Das Kapital, aunque se traduzca a la langue d'oc. Otro tanto ocurre con La Internacional, aunque la interprete una gaita bretona. Siguen siendo lo que son, pero no como son: se hacen más nocivas al ser en apariencia más aceptables. En otras palabras, el «regionalismo marxista» es «mejor», y, por tanto, es peor. Desde una perspectiva marxista, el peor patrono es el buen patrono, pues suscita la aprobación, y esta aprobación recae sobre el sistema que representa. Por el contrario, el mal patrono justifica las críticas al capitalismo; es, a contrario, el «aliado objetivo» de sus adversarios, quienes se regocijan por ello. Lo temible no es la ideología violenta, provocadora, que se desacredita por sí misma y crea las condiciones para su reemplazo, sino la sutil y epidémica, que juega con la ambigüedad y se sirve de lo aceptable para hacer pasar de contrabando lo perjudicial. Una ideología así es irreprimible, puesto que se disfraza. No muerde, sólo roe lentamente.
Confiar en la inevitable «reacción» es de una gran ingenuidad. Sólo las situaciones claras producen efectos definidos. Las demás van trampeando a base de medias tintas, de compromisos. El paganismo sufrió al verse desafiado, pero murió cuando fue asimilado. La evangelización le habría delibitado, el sincretismo lo mató. También Luis XVI jugaba a la política de lo peor, y acabó bajo la cuchilla de monsieur Guillotin. Hoy hay quienes apuestan por un apocalipsis. Olvidan que la decadencia no es una plaga que acomete súbitamente, sino un cáncer que va royendo. La vieja historia del león devorado por las pulgas.
La riqueza de la humanidad está en la personalización de los individuos en el seno de su comunidad; la riqueza de Europa, en la personalización de las regiones en el seno de la cultura y la civilización de que son hijas. Unos y otras sólo existen en relación: la pluralidad es necesariamente dialéctica. Podríamos ampliar el paralelismo. Una comunidad se encuentra siempre amenazada a un tiempo por el individualismo y el colectivismo. De igual modo, el repliegue total sobre una región no es menos nefasto para Europa que el estatismo a lo Richelieu, ese absolutismo jacobino que tanto mal ha hecho a Francia. Hay, a este propósito, una relación evidente entre autonomismo y personalización, de una parte, y separatismo e individualismo, jacobinismo y colectivismo, de otra. El genio de Europa es esencialmente comunitario. Una Europa «unitaria», enfrentada a las diferencias de temperamento, mentalidad y costumbres de las regiones, sería tan perjudicial como sería utópica la coexistencia (puramente provisional, no lo dudemos) de mininaciones «independientes, supuestamente ignorantes unas de otras. Nunca ha sido menos posible que hoy, para cualquiera, la secesión.
Reencontrar su personalidad supone para un individuo o una región tomar conciencia de lo que es, pero también de cómo y dónde está situado. La pertenencia forma parte de su definición. Demasiados individuos y grupos parecen creer hoy que para conocerse les basta con buscar en qué difieren radicalmente de los demás, con determinar en qué son acomunitarios, anacionales o asociales. Semejante individualismo nada tiene que ver con la personalización. Por el contrario, la enmascara y la borra. Así, ciertos «nacionalistas occitanos», en su afán de distinguirse de los «francianos», han acabado, en aras de su «antinordismo», por exaltar de manera exclusiva (o poco menos) su pasado mediterráneo. Se trata de una actitud muy peligrosa, pues conduce con la mayor naturalidad a arrojar a las tinieblas exteriores a todos los demás, ya sean individuos o regiones. Sería inadmisible que el movimiento regional se emancipase del nacionalismo jacobino para llevar sus taras a una escala menor. La revuelta es quizás una etapa inevitable; pero tras ella viene la hora de las realidades, de las actitudes adultas. Es preciso que, resueltos los «complejos de Edipo geográficos», las diferentes personalidades se afirmen dentro de la tolerancia y el mutuo respeto. Es no sólo normal, sino necesario, exaltar los caracteres de cada región; pero esta exaltación sería intolerable a partir del momento en que condujese a un enfrentamiento. No otra cosa expresa Eric Le Naour cuando escribe, desde su punto de vista bretón: «Hay una Europa del Norte y una Europa del Sur, la una vuelta hacia el canal de la Mancha, el Atlántico Norte y el Báltico, la otra hacia el Mediterráneo. Pero esta realidad, que no podemos subestimar, no debe cegarnos hasta el punto de hacernos olvidar que el Norte y el Sur constituyen las dos caras de un mismo conjunto, de una misma unidad de civilización: Europa. Bretaña pertenece a la Europa del Norte. Debe, pues, tener en cuenta sus afinidades. Pero ¿por qué habríamos de imponer a los demás el dogma de un “nordismo” obligatorio? Si fuésemos occitanos, si hubiésemos nacido en Nimes o en Martigues, en el país de la cigarra y el olivo, “ser latino” significaría mucho para nosotros. Pero somos hijos del país de las landas y los manzanos. Seremos europeos a nuestro modo, a nuestro ritmo, y encontraremos muy natural que los sardos, los catalanes y los noruegos lo sean también al suyo. Eso es todo No hay peor deficiencia mental que la incapacidad para concebir a los demás como diferentes de uno. Esto es algo tan cierto en el plano individual como en el étnico. El interés superior de Europa exige una mutua tolerancia. Tal es el precio de la libertad de nuestros pueblos.» (L’Avenir de la Bretagne,. febrero de 1971).
(Marzo de 1971)
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