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Existencias agitadas (con notas sobre consumismo)

Existencias agitadas (con notas sobre consumismo)

    No es menester poseer un ojo demasiado avizor para percatarse del profundo estado de agitación y desasosiego que caracteriza el existir del hombre en el seno de esta alienante etapa de la humanidad que el pensamiento Tradicional conoce con la denominación de mundo moderno.  No va a ser el tema de este escrito el de tratar de explicar de qué manera y debido a qué procesos involutivos nuestro coetáneo hombre se ha visto abocado a este desnortado pulular por la vida. Defendemos, en otro orden de cosas, la idea de que más que verse abocado a ello -así, como si se tratase de un sujeto pasiivo- ha sido él el principal responsable de la situación existencial en la que se halla. Y defendemos esta idea porque tenemos la convicción de que, en última instancia, el hombre tiene la potestad de ser libre en la ejecución de todos y cada uno de sus actos,  por mucho de que cada vez más –a medida que discurre la deletérea modernidad- encuentre tremendas dificultades para hacer uso de dicha potestad.

     Sea como fuere el hecho palpable y constatable es el de que nuestro hombre actual ha perdido el norte y no parece dueño de sus actos. Ni de sus actos ni de sus pensamientos, pues si fuera el ordenador de estos últimos sus actos representarían la lógica plasmación de su voluntad e intencionalidad. Nuestro, antes que hombre, hombrecillo se mueve por impulsos. Es el plano irracional el que se ha adueñado de su ser y el que ha devenido en caprichoso y cruel dictador de sus incontrolados actos. Es su subconsciente el que lo tiraniza y lo aboca a actuar de la forma turbadora en que lo hace. Este hombrecillo tan sólo se mueve accionado por pulsiones. Su convulsionada existencia es la consecuencia de haber perdido la centralidad. Ya no conoce de la posibilidad de encontrarse con esa referencia Superior que anida, en forma aletargada, en su interior y que, de poder avivarla, le haría de polo y guía ordenadores de su cotidiano existir. Con la centralidad ha perdido, al mismo tiempo, la polaridad.

     Se debe, pues, colegir fácilmente que el problema principal que se halla en la base de la vida exabrupta del homo vulgaris es el de que éste dejó ha ya mucho tiempo de mirar para dentro de sí y optó, únicamente, por hacerlo hacia afuera de su ser. Decidió ignorar que en sus adentros es posible hallar un plano de la realidad que es de orden metafísico y que, al no ser de naturaleza física, el Identificarse ontológicamente con el mismo le libraría de cualquier tipo de apego y esclavitud hacia lo material; tanto hacia lo material presente en el mundo manifestado como hacia lo material representado por nuestro propio cuerpo cuando éste ha sido arrojado al dominio de lo irracional, de lo primario-instintivo y del descontrol de lo impulsivo.

     Ese apego hacia lo material presente en el mundo manifestado es el que provoca el afán –en términos del budismo- o sed de posesión que se encuentra en la base de cualquier tipo de explicación del fenómeno alienante representado por el consumismo. Y ese mirar exclusivamente ´hacia afuera de uno mismo´ que acontece cuando reina el apego hacia lo material presente en el mundo manifestado explica el contenido etimológico mismo del término existir, que no es otro que el de ´estar afuera´ (ex-sistere) de uno mismo y al que, pensando en la Reintegración y Transformación del homo vulgaris, se le debería de oponer (tal como ya señaló, en su momento, Julius Evola) el concepto de in-sistere: ´estar adentro´ de uno mismo.

    En el seno de las diferentes civilizaciones que, en diversas épocas, encajaron en los parámetros propios al Mundo de la Tradición fueron, básicamente, dos los tipos de hombres que en ellas coexistieron: por un lado, el de aquéllos pocos que eran capaces de (acudiendo a una ilustrativa expresión taoísta) ´ser señores de sí mismos´ y el de, por otro lado, los más: aquéllos otros que no conseguían autogobernarse enteramente, ya fuera por no tener la potencialidad necesaria para ello o ya fuera por no haber mostrado la voluntad necesaria para intentar arribar a esa meta. Los primeros conseguían esa (volviendo a citar al gran intérprete italiano de la Tradición: Evola) ´autarquía´ que no les hacía verse alterados por ningún tipo de condicionamiento inserido en la psique  por influjo del exterior ni ser, asimismo, mediatizados por las ´circunstancias´ (que diría Ortega y Gasset). Y llegaban a ser ´autarcas´  tras experimentar la transmutación (tradición hermética dixit) interior como consecuencia de un disciplinado, arduo y metódico proceso descondicionador (conocido como Iniciación) necesario para aspirar al Conocimiento de esa Realidad Trascendente a la que aludíamos párrafos más arriba y necesario, también, para la Integración ontológica con dicha Realidad Suprasensible. Sobra decir que el desasosiego y cualquier especie de inquieto y compulsivo afán provocador de ansiedades y angustias existenciales quedaban drásticamente extirpados en esas naturalezas propias de Hombres Superiores (de Hombres Absolutos, Verdaderos  o Integrales), pero cabe, asimismo, señalar que de entre los segundos tipos de hombres (el de los que eran incapaces de gobernarse totalmente a sí mismos) los había que también eran conscientes de que en su ser anidaba lo Absoluto Imperecedero aunque no pudiesen –por las dos diferentes causas ya señaladas- actualizarlo (hacerlo pasar de potencia o posibilidad a acto), mientras el resto de sus congéneres –dentro de este segundo tipo de hombres- se contentaban con la creencia en entes sobrenaturales y/o en divinidades pero no llegaban ni a vislumbrar la idea de un Principio Supremo ni            –siguiendo a Aristóteles- de un Motor Inmóvil que se hallara en el origen –y más allá- tanto de esas deidades como del mismo mundo manifestado. Pues bien, ambos grupos de hombres –aun incapaces del autodominio interior- hacían girar sus respectivas existencias, a pesar de sus limitaciones, en puntos de referencia Superiores –a través de la devoción a la divinidad- y esto les posibilitaba el que -aunque no hubieran roto las cadenas que los esclavizaba a pasiones, deseos, sentimientos sobredimensionados, pulsiones e instintos primarios- sus prioridades existenciales mirasen más frecuentemente a lo Alto que a lo mundano y a lo bajo e igualmente les ayudaba a comprender el escollo que, parar intentar acercarse a lo Alto o para estar a bien con ello, representaba –y representa- la obsesión por lo mundano. Así pues, por ejemplo, el deseo por poseer bienes materiales se minimizaba o, al menos, no se hacía obsesivo e insaciable tal como acontece al hombre común que monopoliza la tipología humana de los tiempos actuales.

     El ´señor de sí mismo´ era conocedor de los misterios del cosmos y sabía que todo el mundo manifestado tenía un origen común, pues derivaba, por emanación, de un  Principio Eterno e Indefinible (que René Guénon y cierta metafísica denominaron como el No-Ser o como la Posibilidad Universal) que al manifestarse pasaba de potencia (=de Posibilidad) a acto.  El Hombre Reintegrado concebía a la totalidad del cosmos de manera unitaria, ya que, no en vano, repetimos, el origen de éste era común. Así pues, para este Hombre Integral todo aquello que le rodeaba formaba un todo con él mismo. No existía, para sus certidumbres, una discontinuidad entre el yo y el tú o entre sujeto y objeto. Es más, él no concebía estas mismas categorías (yo/tú, sujeto/objeto) como dotadas –cada una de ellas, por separado- de una entidad autónoma, pues de concebirlas admitiría un dualismo disconforme con su visión unitaria del mundo manifestado. Es así que para este Hombre Absoluto lo que le circundaba no era disímil con respecto a él mismo, sino que, al contrario, formaba un todo con él y suponía una continuidad con su ser. Cualquier impulso de deseo de posesión quedaba, por absurdo, totalmente desvanecido; no tenía razón de ser. Y es que se desea lo que uno no tiene: lo que nos es diferente y, por tanto, ajeno a nosotros. No cabe, por el contrario, la sed posesiva hacia lo que forma parte de uno.

     En el Mundo Tradicional el hombre luchaba por construirse desde dentro. Lidiaba,  primero, por liberarse de los condicionamientos que dominaban a su psique y a su cuerpo. Bregaba, después, para que en su alma ya libre de escorias de lo irracional y de   instintos primarios se acabara por reflejar la Realidad Trascendente que, cual semilla que tiene que germinar, habita en cada uno de nosotros. Bregaba, así, para que su alma se convirtiera, de este modo, en una especie de limpio y reluciente espejo en el que se reflejara el Espíritu; para que su alma se espiritualizara y se hiciera, así, imperecedera. Luchaba, por ende, por conquistar la Inmortalidad (del alma).

     Por el contrario, en el mundo moderno el homo vulgaris se agita “construyéndose” desde afuera. A diferencia del Hombre de la Tradición, el hombre común no lucha por Ser –no lucha por Despertar a una Realidad Superior e Integrarse totalmente en ella- sino que se convulsiona con el objetivo de aparentar. No vive centrado en su Realización Interior sino que lo hace obsesionado en la imagen que de él pueden llevarse los demás. Su accionar sólo pugna por lo externo y por las formas y nunca por lo interno y la Esencia. En su afanarse por las apariencias, el hombre común se inquieta enfermizamente por adquirir todos los bienes materiales necesarios para poder mejor impresionar a sus semejantes. Se aboca, pues, al consumo descontrolado y compulsivo.

     Pero con la adquisición de nuevos productos -de todo género- y de bienes materiales no se muestra nunca conforme y satisfecho puesto que en el reino de la cantidad no existen los límites ni las metas liberadoras; justo al contrario de lo que acontece en el Reino de la Calidad en el que la Gran Liberación y la Gnosis de lo Trascendente representan la meta a lograr. La cantidad –el número- llama a más cantidad. El hombre moderno se agita insaciablemente por consumir más y más y, además, se apresta con urgencia a intentar compensar su vacío interior y su incapacidad de introito con sostenes externos (la imagen física, los ropajes y los enseres y bienes poseídos) que disimulen esa oquedad interna.

      El Hombre de la Tradición no hesitaba sobre la certidumbre de que en el desapego con respecto a las ataduras representadas por el subconsciente, lo telúrico y lo material se hallaba la base de su auténtica libertad. ¡Acaso resulta tan difícil el percatarse de que el apego a la materia y a las fuerzas irracionales tan sólo produce desdicha,  insatisfacción, infelicidad, ansiedad sin fin y dependencia esclavizante y de que dicho apego supone la gran causa de la actual avasalladora proliferación de existencias agitadas!

 

                                                                                  Eduard Alcántara

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