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GALIZA, como EUROPA: por Vintila Horia

GALIZA, como EUROPA: por Vintila Horia

GALICIA, COMO EUROPA

por Vintila Horia

“España y otros mundos”  Ed. Plaza&Janés, Barcelona 1970

Págs. 31-34

Nota: este texto ha sido “rescatado”  de un libro antiguo de Vintila Horia,  durante una estancia en el Mosteiro de Oseira el 24.04.10. Se ha modificado la toponimia, pasándola del castellano  a su idioma original  en gallego.    

 

Escuchando caer la lluvia, cantando desde las goteras antiguas de Santa María la Real de Oseira, pasando como cortinas fantasmales y como faldas de aurora  boreal por encima de las fachadas ilustres de la plaza del Obradoiro, de Santiago; martilleando las hojas de las altas camelias del patio del monasterio de los mercedarios de Poio, me he dado cuenta de que la llave de Europa esté quizá en los dos puntos extremos y menos conocidos de Europa: Rumania y Galicia. Decir que los dos han sido unidos por la línea migratoria de los visigodos, los cuales han pasado caso dos siglos  en la Dacia trajana; que San Vintila Solitario (enterrado en Punxín, cerca de Ourense) es un santo gallego de nombre rumano, que los celtas dejaron huellas en la toponimia y en la raza de estos dos límites de nuestro mundo y continente, resulta muy archiconocido, pero hay que volver a decir ciertas cosas para que la idea de nuestra unidad se vuelva realidad en marcha.

 

Acabo de regresar de un viaje a Galicia y de descubrir, como después de una pesca milagrosa, los bajos fondos de nuestra existencia europea, y me parece que nadie puede hablar de Europa, tratar de sintetizarla de algún modo y de hacerla habitable para un solo pueblo, sin haber estado en Santiago de Compostela, en Pontevedra, en la ría de Vigo (que debe haber inspirado a los paisajistas flamencos, sedientos de mares azules y de montañas espejándose en el océano), en Oseira y en otros sitios menos conocidos, pero imbuidos de magia  étnica, de poesía ancestral y de rumbos futuristas. El nombre mismo de Galicia indica una antigüedad que representa en el fondo toda una época prerrománica y prehelénica, por encima de la cual no se puede concebir ni Europa ni lo que somos todos; quiero decir, los pueblos de la Europa de hoy y la manera de ser de todos los pueblos del mundo en trance de volverse europeos.

 

En el pueblo de San Salvador de Poio, no lejos del famoso monasterio, he visto unas ruinas a las que la gente llama todavía “la casa de Colón”. Según una tradición local, explotada luego por varios historiadores de Pontevedra, Cristóbal Colón nació allí y su apellido sobrevive todavía en aquel lugar. Hechos de la epopeya colombina vienen a apoyar esta tradición. En efecto, el descubridor de América dio el nombre de su pueblo (San Salvador) a la primera tierra occidental que vislumbró más allá de las aguas y fue a Galicia donde envió a La Pinta para anunciar a los suyos el descubrimiento de la nueva tierra. Como es sabido, el primer pueblo del mundo en cuyo puerto llegó la noticia de que el océano no terminaba en un abismo, sino en un nuevo mundo terrenal, fue Baiona, cerca de Vigo.

 

Pero esta justificación gallega del descubrimiento es menos importante que su hispanidad en general; quiero decir que su posibilidad engendradora de europeidad. España hizo posible el descubrimiento de América por encima de la nacionalidad originaria de Colón. Éste pudo ser genovés, griego o gallego; sus vinculaciones administrativas interesan hoy menos que la hazaña en sí. Importante es el hecho de que Galicia, como tierra de navegantes, esté también, junto a  Génova, en plena mitología colombina.

 

Por la ventana de la biblioteca del convento se veían las aguas de la ría y la lluvia cayendo sobre los eucaliptos. Alguien, a mi lado, me dijo: “Allí venían a invernar las naves de los vikingos”. En seguida me imaginé a aquella gente del Norte, durmiendo y comiendo en sus casas itinerantes y malolientes, rodeada por el odio y el miedo, como unas alimañas peligrosas. Abandonaban a sus familiares en la nieve y el frío del septentrión, y venían aquí a gozar el sol y el calor de enero, mientras los pescadores de las orillas –celtas romanizados, mezclados con visigodos y con algún dacio de mi tierra- vigilaban día y noche las embarcaciones ancladas en medio de la ría. Porque el día en que terminaban su cerveza y su carne, los vikingos iban a tierra en búsqueda de comida y vino, de leña para sus fuegos, de mujeres para sus noches solitarias. Y entonces se encendía en las playas y en los bosques el rumor de la antigua sangría humana. “Era de la alta noche- el son perpetuo”, como dice en sus versos de pasión gallega el poeta Ramón González Alegre. Quizá alguno de aquellos bárbaros haya emprendido un día, vistiéndose de peregrino, el Camino de Santiago, traicionando a los suyos, beneficiando a la Humanidad. En realidad, los vikingos desaparecieron en los Evangelios como unas embarcaciones diminutas por los meandros de bosque y agua de las rías bajas.

 

En mi vida he visto un conjunto más impresionante, más evocador de misterios y de tiempo carcomido por sí mismo, como en Oseira. El monasterio está situado en el fondo de un valle, al lado de un pueblo pequeño, como colgado entre piedras y nubes. El conjunto arquitectónico es majestuoso, tallada la nave de la iglesia en románico puro, la fachada de la misma y la del convento en plateresco vegetal, prefiguración del barroco. Aquel gran conjunto parecía abandonado. Los vidrios de las ventanas estaban rotos, caídos los balcones, mojadas las torres verdes de musgo. Pero entré, y desde el gris oscuro y acuático de la piedra exterior me encontré de repente en el calor apasionado de la misa, cantada en latín por un coro de monjes invisibles y oficiada por dos sacerdotes vestidos de blanco y que parecían dos ángeles moviéndose en medio de una luz sobrenatural que envolvía el altar. Era como si no tocaran tierra. Cuando decían: Dominus vobiscum, y en coro contestaba: et com espiritu tuo, me parecía encontrarme en Asís, más lejos quizás en el tiempo, como desprendido del espacio, liberado por aquella misa maravillosa dicha en su idioma originario, dejando al fiel la libertad de orar, de arrepentirse, de adorar, que la misa perfectamente entendida, dicha en el idioma de uno, permite menos, porque impone una participación permanente y colectiva.  Desde fuera llegaba el ruido sin cesar de la lluvia y la iglesia me parecía como envuelta en una capa de agua, como una campana de exploración submarina. Un solo instante, un rayo de sol venció las nubes y se posó en una pared, luego fue tragado por la masa marina colgada en los aires. Detrás de mi sonaron las botas con suelas de clavos de algún pastor de los alrededores, y en aquel  rincón de Galicia, en la sombra de aquella iglesia atormentada por una lluvia que se me antojaba eterna, no había más que aquel desconocido, mi mujer y yo, de rodillas ante el misterio mayor, mientras el coro susurraba en latín su cántico de gracia y de gloria, como contradiciendo dulcemente la melodía exterior de la Naturaleza, con el solo repetir de las palabras sagradas.

 

Yo no sé lo que pasó en Oseira, ni quién edificó aquel templo gigantesco, ni qué reyes lo visitaron, ni por qué yace casi abandonado en medio de los castaños y de los prados. No sé nada acerca de esta maestría creada y ahogada por la Historia, porque cuando salí y toqué la campana de la entrada era ya hora prohibida y nadie salió para contármelo. Y fue mejor así, porque nunca he visto tanta inmensidad de piedra labrada en medio de tanta soledad y lluvia, y porque nunca encontré en una iglesia tan sola y tan habitada por el soplo del espíritu como en la desconocida profundidad de Oseira.

 

En la rústica  taberna campesina donde comimos, mejor que en el mejor restaurante de París, me di cuenta de que Europa es antes que todo misterio de iglesias y conventos y que detrás de ellos –como en Chartres, Asís, Santiago, Oseira y tantos otros- está como enterrada desde siglos, lista para resurgir, el alma antigua de nuestra nueva Patria, esta Europa esculpida en antigüedades que forman como un lazo de unión viviente entre lo que desgarradamente somos y lo que fuimos en son de unidad y sin saberlo.

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